¿Tecnología en el aula o tecnología para la vida?
Vivimos en el gran mantra de “la integración de la tecnología en el aula” como si eso fuera de por sí la solución a todos los problemas de nuestra realidad educativa. Sobredotar de tecnología el aula sin más no solo no es la respuesta sino que puede acrecentar las dificultades. Pero paremos un momento, ¿qué tecnología? ¿por qué y para qué?
Y así, mientras la Escuela se pierde aún en cómo “introducirla” , los alumnos ya disponen de tecnología de consumo a su alrededor mientras se da la paradoja de que no es bienvenida en el aula.
Una cosa está clara: la tecnología es parte de nuestras vidas, las ensanchan y al mismo tiempo generan sus propias complejidades. Educar para la vida es la misión de la Escuela y la que tenemos, nos guste más o menos, es una vida con tecnología con sus luces y sombras. Ignorarla no es una opción, pero adoptarla sin espíritu crítico tampoco.
El martes me invitaron a un encuentro de la Asociación Abierta en la que pude reencontrarme con un viejo amigo, Cristóbal Cobo, y conocer más de cerca su perspectiva sobre la Innovación Pendiente (título de su libro, de libre descarga). Según le escuchaba, me invadía cierta melancolía sobre lo pendiente que acarreamos en esta última década. A menudo percibo debates que resuenan a lugares comunes, a viejas retóricas. La tecnología por aquí, la tecnología por allá. ¿Y si fuera el momento de empezar a desplazarla del discurso para que no acaparen todos los focos y nublen el fondo de la cuestión?
Es el momento de centrarnos en lo que verdaderamente importa: para qué educar, qué queremos que vivan, sientan y desarrollen las personas en la sociedad contemporánea (una sociedad altamente mediada por la tecnología, sin duda). Qué quieren ellas, qué necesitan para vivir plenamente, con libertad y responsabilidad en la sociedad actual. Qué habilidades, qué forma de pensamiento se requieren para transformar la sociedad, para dirigir nuestro futuro… Por supuesto, con tecnología, la que debemos cuestionar, crear y adaptar para esos fines, pero con mucho más: autonomía, pensamiento crítico, capacidad creativa, espíritu innovador, sensibilidad, etc. Me temo que hablamos poco sobre esto último.
¿Por dónde empezar?
Si nos fijamos en cuáles son los usos más frecuentes de las tecnologías de información y comunicación por parte de los menores, nos encontraremos que coinciden en tres: buscar información, comunicarse con otras personas e intercambiar contenidos. Esos tres usos requieren destrezas y habilidades que tengan en cuenta las capacidades de empoderamiento que ofrecen pero sin perder de vista los riesgos que llevan aparejados en cuanto a temas como son la veracidad de la información que se obtiene, la protección de la privacidad y el respeto creador al copyright.
Entrenar en estos tres ámbitos resulta urgente, especialmente los dos primeros por los daños que pueden acarrear, más aún en una tendencia creciente de la infoxicación (términos como el de postverdad se consolidan al ritmo de las noticias falsas en la red) y en la proliferación de la exposición íntima en las redes sociales (con los abusos de acoso que se ven a menores).
¿Qué puede hacer la Escuela con todo esto? Abordar la tecnología y todas sus implicaciones como un objeto de estudio, para incorporar prácticas SOBRE la tecnología y CON tecnología enfocadas con sentido crítico: discutiendo sus consecuencias y explorando sus oportunidades. El currículo no acaba de adaptarse a estas necesidades educativas y los profesores se enfrentan al reto de incorporar estos aprendizajes desde el sentido común y la colaboración estrecha con sus alumnos. Hay un gran número de modelos sobre competencia digital y mediática que ayudan a ordenar estas prácticas. Hay poco espacio de aula para acogerlas. Sin duda, una educación pendiente.