Somos lo que miramos porque ver es leer

Por causalidad (ver más abajo) llegó a mis manos El lectoespectador, el último libro de Vicente Luis Mora, donde habla de nosotros, los lectores del espectáculo de la contemporaneidad digital.

Y trae buenas noticias. Para quienes anticipan la muerte de la novela, y más aún de la literatura en plena crisis de la representación y sospecha de lo digital, VLM reivindica con convicción la literatura como arte total, como la forma más sencilla, barata y directa que existe de hacer arte comunicable.

Para ello se apoya en una serie de conceptos clave que ya trató en obras previas y que en este libro desarrolla con más intensidad para definir las nuevas formas de escritura y lectura mediatizadas por la cultura audiovisual:  internextos, pangea, pantpágina, etc.

“Somos lo que miramos, y miramos pantallas […] la página del libro se ha convertido en una pantalla”

La vida en tiempo real, la noción de flujo y de liquidez son inspiraciones constantes en su construcción teórica, pero es sin duda la reflexión sobre el espacio la que predomina sobre el resto de categorías: el de la página y el expandido; el virtual como ángulo de producción de imágenes y el del pixel como unidad de sentido.

En cierta manera, es un canto a la vista, al ver como forma de lectura, a la percepción total como manera de decodificar construcciones complejas. Según el autor, la lectura es cada vez más un proceso de absorción estética, donde contenido, forma y continente están tan imbricados que es difícil desligar uno de otro. No en vano, la dificultad de mantener las obras (pues el acto de producción escrita es un ejercicio estético de montaje y diseño en sí mismo) vivas en su formato y soporte original es uno de los problemas asociados a la fluidez de lo digital.

El lectoespectador aborda tantos temas interesantes de nuestra época, la pangeica como él denomina, que ahora que repaso las notas para escribir este texto me vuelvo a sorprender de que sea capaz de hilarlos con un discurso coherente y sostenido a lo largo de sus páginas. Es un libro sobre internet, los blogs, la identidad, el anonimato, la desaparición del tiempo virtual, la excitación de la pantalla, la intrahistoria de las redes como periódico de lo social, la parodia de las señoras en facebook, la crítica en la nube, la intervención editora, la autoedición, lo inmaterial y la obsolescencia programada, el abandono de la visibilidad y el negocio con lo invisible, la importancia de la experiencia de estar ahí.

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De citas oportunas y exquisitas, en sus páginas se pasean en el momento y lugar adecuado personas como David Weinberger, Antonio Rodríguez de las Heras, José Luis Molinuevo, José Luis Brea, Fernando Sáez Vacas, Marc Augé, Joan Fontcuberta, Derrick Kerckhove, MacLuhan, Manovich, Alessandro Baricco, Guy Debord, Henry Jenkins, Walter Benjamin, Gore Vidal, José Antonio Millán, Laura Borrás, Inma Turbau, Francis Pisani, Doménico Chiape, Juan Manuel Prada, Borges, Foucault y Saramago, Arheim, Javier Bustamante y muchos otros. Para mí, y me adueño también como él de la primera persona del singular, El lectoespectador es un lugar común, de reconocimiento común, de generación común, de cultura audiovisual común, de lecturas y afectos comunes, un libro que habla de nosotros, de nuestra forma de leer y de escribir.

Y cuanto más avanza el libro, más me gusta, por cuanto se hace más libre y más directo. La estructura juega con distintas formas y en cada capítulo toma un estilo propio con una escritura más frenética, más personal, desde el yo, despojado del vestido de las citas, desde la pura creencia y experiencia, más desnudo y también más auténtico.

“Toda separación tajante implica un corte, y a mí no me interesan los tajos, sino los atajos”.

“El tiempo no puede construirse — sigo cercando mis ideas, no generalizo para otros-, o no puedo construirlo sin esa referencia de lo visual”.

“A mí me parece que vuelo a baja altura, fuera del radar, o la gestión de los espacios propios de la información (de recibirla o de crearla) sí es una profunda acción política”.

Entre otras cosas, este libro es un buen faro sobre propuestas literarias de esta realidad pangeica a la que nos invita. Gracias a VLM, sabremos que nos perdemos algo importante si no leemos House of Leaves (Mark Danielewski, 2000):  “Dos de las claves de nuestro tiempo: el ver más y el no ver en absoluto; la capacidad tecnológica para observar con todo detalle -micro y macroscópcamente- lo que nos rodea, y la imposibilidad de ver aquello que nos es hurtado, bien por el simulacro, bien por otra tecnología” (85). Como también sentiremos que merece la pena leer jPod (Douglas Coupland, 2006) porque, como lectoespectadores, tendremos algo interesante esperando a ser decodificado, escaneado o contemplado. Como él nos avanza, estas novelas son “más digitales” que otras mucho más recientes que se puedan presentar como hipertextuales, interactivas o multimedia. Lo son en papel y lo son en su narrativa, en contenido y técnica, en fluencia e influencia. Lo son porque el lector debe tomar decisiones sobre cómo “leerla”.

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Escribir de un escritor al que se respeta es complicado. Más aún si está a un clic de DM. Qué decir y cómo de su obra es un reto, pero también un problema. Él sabe cómo hacerlo, hay técnica, inteligencia y experiencia que ayudan a ordenar las ideas y abrir líneas de pensamiento sobre “lo otro” de “los otros”. Pero él es crítico y yo no. Yo soy solo (o sólo, como él se aferra a escribir y yo solo débilmente a obedecer) una lectoespectadora.

Por dónde empezar. Tapándome los ojos. Cerrando las puertas de mi estudio, como escuché aquí a Vila-Matas, esto es, no queriendo mirar hacia lo que otros ya estaban reseñando. No queriendo dejarme influir demasiado, para no copiar, para no copiarme, para no sentir la frustración de no tener ya nada que decir. Cierto que Vila-Matas lo dice en otro sentido totalmente opuesto, pero para mí es imprescindible buscar esa mismidad a priori. Me pasa lo mismo con las películas, que no me gusta leer demasiadas críticas antes de decidir ir a verla y detesto las sinopsis que ofrecen junto a la entrada de los cines. Como también corro a parar el player cuando el capítulo de la serie que estoy viendo termina y arranca el avance del siguiente. No quiero saber, no quiero demasiados adelantos. Por eso intento aislarme en lo posible cuando llega el momento de escribir, porque más que una búsqueda de originalidad, es un temor al mimetismo…

Me siento extraña escribiendo estas líneas, intentando dar sentido a lo sentido mientras leía el libro. El diálogo parece haberse resuelto a lo largo de las páginas, en anotaciones a lápiz, en interrogantes, en respuestas, en conexiones fortuitas… No sé leer si no es escribiendo. Lápiz en mano dejo huellas en forma de anotaciones. Tengo el defecto de devorar las lecturas como un diálogo con el autor que se autoconsume en sí mismo. Por eso, comentar la conversación me da en cierta medida pereza. Se me hace un poco artificial situarme en este tono seguro y distante de la tercera persona hablando de “el autor” dijo o quiso decir, cuando además sé que será uno de sus lectores. Qué extraño es todo.

Es este un post en varios tiempos, que empezó en mi imaginación hace muchos meses, casi dos años. Un afecto común nos unió en su blogroll, nos mirábamos de reojo como si fuéramos los Brady hasta que un día un fake o ese falso doble digital se cruzó en nuestro camino. Comencé a seguir al equivocado y el real me advirtió del enredo. De ahí, a enviarme un artículo. Por correo postal, desde un Alburquerque al que puse imágenes este invierno con Breaking Bad. Finalmente lo leí en un tren camino de Santander en el verano de 2010. Lo anoté y le puse enlaces imaginarios antes de dejarlo dormir. El barbecho se prolongó, pasaron más meses y volví a releerlo en otro viaje. Después, más sueño.

Fue entonces cuando el autor fue mucho más rápido y se adelantó con un nuevo libro que recoge y amplía muchas de las ideas que en aquel primer artículo apuntaba. Confieso que me gustó el artículo en sí mismo, su contenido, pero mucho más el gesto y el soporte. Entre dos lectoespectadores habitantes de lo digital como somos, tomarse la molestia de fotocopiar un documento y enviarlo por correo postal cruzando el Atlántico no deja de parecerme una tierna excentricidad propia de otra época. Claro que, leer el artículo en un viaje en tren de más de cuatro horas también lo es.

Después llegó el libro y entonces se repitió el ritual de tiempo y espacio. El envío postal, el viaje perfecto y la lectura dilatada. No podría ser de otra manera. No habría otra lectura posible.

Supongo que el autor esperaba una reseña. Y en su defecto se ha encontrado con una experiencia lectoespectadora. No sé escribir si no es leyendo.