Intimamente móvil
El teléfono móvil quizás sea uno de los exponentes más claros de la rápida evolución de la convergencia mediática y tecnológica de los últimos años. Es una tecnología relativamente reciente –poco más de una década- y ya nos cuesta recordar la vida a. M. “antes del móvil”. Sin embargo, se ha instalado en nuestro entorno con un grado de penetración muy superior al medio de comunicación doméstico por excelencia: la televisión. Con la diferencia de que la tv era la reina del salón y el móvil es el rey de la cama.
En este tiempo no sólo se ha popularizado el acceso a los teléfonos móviles, sino que el propio dispositivo ha ido incorporando funciones más allá de la prevista en sus inicios: la función telefónica de voz, de punto a punto, de persona a persona. El teléfono móvil es un artefacto para la información y la comunicación, pero también para la producción y el consumo de contenido multimedia. Ahora incluyen cámaras fotográficas y cámaras de vídeo, grabadoras de audio, consola de videojuegos, oficina de telegramas SMS, monitor de videoconferencia, televisor digital, soporte Messenger, ordenador portátil y navegador web. Usamos “el móvil” –hace tiempo le arrancamos incluso el sustantivo- para acordar citas de negocios, para el beso de buenas noches y para la cita con amantes, para acompañarnos del retrato de nuestro hijo en el “escritorio” virtual, para desdoblarnos en “secretaria” y ponernos avisos, para jugar mientras esperamos el autobús, para escuchar música en el viaje, para la foto furtiva, para filmar el “estuve allí” y cada vez más para navegar en internet gracias a la oferta de tarifas planas y capacidad wifi…
Pero el teléfono móvil es también un artefacto identitario –dime qué móvil tienes y te diré quién eres- y afectivo -probablemente sea lo primero y último que tocamos en la cama porque es aquello que nos despierta y aquello que nos entrega al sueño-. Me contaban hace poco que en Sociología de la Complutense hay un grupo investigando el teléfono móvil y su relación con el conflicto. Interesante, sin duda. Quién no ha tenido algún disgusto por una llamada intempestiva, por un registro no borrado, por un sms indiscreto…
Vivimos al otro lado de la pantalla. En un concierto, en un partido de fútbol, en una celebración de lo social. Nada es si no se impresiona en un sensor digital. La retina no es suficiente. Nada es si no se puede contar y contar es mostrar.
El teléfono móvil es además el reflejo de la obsolescencia tecnológica, de cómo los aparatos dejan de servir, pero no porque dejen de funcionar, sino porque hay otros de “nueva generación” y nuevas funcionalidades que nos están esperando para seguir la ruleta del consumo. No hay nada más desfasado que ver los móviles que aparecen en las películas de antesdeayer. El mercado se encarga de producir para el corto plazo, de que sea más rentable tirar que reparar y de programar el deseo de consumo a sus propios ritmos de producción.
La forma de aprehenderlo también es interesante. Todos tenemos un móvil, pero por mucho esfuerzo que nos haya ocasionado “hacernos” con él, ya sea con o sin libro de instrucciones, en ningún caso hemos necesitado ir a un cursillo de alfabetización digital para aprender a usar sus botones. De una marca u otra, al enfrentarnos a un nuevo teléfono móvil entendemos que hay una lógica detrás del diseño de su interfaz que nos ha de guiar para encontrar las carpetas, funciones y herramientas de configuración que necesitamos localizar. Otra cosa bien distinta es reconocer el código comunicativo que genera esta tecnología y para ello sí necesitamos de cierto aprendizaje, un aprendizaje informal que se va adquiriendo con la práctica: sobre cuándo y cómo llamar, cuándo y cómo escribir un SMS, qué decir y qué no decir según el contexto de ambos interlocutores, etc. Algo tan simple como es el servicio de identificación de llamadas, e incluso la personalización de la melodía, hace que nuestra respuesta, tono y registro sea muy distinto a aquel tradicional y genérico “Sí, digame” para adecuarnos a la persona que nos esté llamando. Ahora sabemos lo que es “estar sin cobertura” e incluso “damos toques” o pedimos que nos “hagan una perdida” sin que resulten socialmente deshonesto.
El objetivo de este recorrido es tomar conciencia de la cotidianidad de las tecnologías de la información y la comunicación, en este caso el teléfono móvil a modo de ejemplo, de la naturalidad con que las integramos en nuestro entorno cuando nos resultan útiles, de cómo nos proponen y condicionan a unos usos y de cómo las personas nos podemos apropiar de las tecnologías para otros bien distintos. Pongamos un ejemplo: la tecnología de un teléfono móvil sirvió para detonar bombas en el 11M en Madrid, pero fue también esa tecnología la que nos permitió comunicarnos en red de manera masiva y salir a la calle para el duelo y la protesta civil en los días siguientes. Las tecnologías están diseñadas para unos usos determinados, pero lo importante no es tanto qué hacen las tecnologías con nosotros sino qué podemos hacer nosotros con ellas.
Cada nueva tecnología asociada a la comunicación influye en la forma de estructurar el pensamiento y de comunicarlo a los demás. No se piensa lo mismo ni se compone un texto de igual forma con un lapicero que con un bolígrafo. Ambos son tecnologías de la escritura, pero sus propiedades particulares llevan a debatirse entre una escritura-proceso o una escritura-resultado por el mero hecho de que uno permita el error, el borrado y la reconstrucción mientras que el otro represente la firmeza de una expresión final. La elección de uno u otro tiene también implicaciones sociales en cuanto a autoría y fiabilidad, de tal manera que no podremos utilizar un lapicero para entregar un impreso oficial ni firmar un contrato de compra-venta privado.
Un libro hoy es producto de la tecnología de su tiempo: un software de edición de texto. Y habría sido otro libro muy distinto si se hubiera escrito con una máquina de escribir tradicional. Exceptuando algunos nostálgicos –que quizás quieran aferrarse al proceso cognitivo que exige ese tipo de máquina, que quieran pensar tal y como les invita la máquina a hacerlo-, quienes escribimos en un procesador de textos difícilmente podríamos prescindir de este tipo de tecnología en el presente. Probablemente no seamos capaces ya de escribir de otra forma que no sea utilizando el documento en blanco a modo de lienzo palimpsesto, alterando párrafos, poniendo notas en borrador, destacando líneas en color para la revisión después, etc. De igual manera algunos no somos capaces de escribir un post si no es en la casilla del navegador, online, sintiendo el vértigo de estar a un paso de publicarlo, de equivocarnos al presionar el botón y aparecer en escena semidesnudos, de tener al lector tan cerca y tan lejos, de escribir detrás del telón.